Quienes acompañamos a personas en situación de pobreza extrema estamos siempre reclamando que estas realidades sociales tengan una mayor presencia en la cultura. Pues bien, hace 100 años el personaje más famoso del cine mundial era ‘el Vagabundo’ (‘the Tramp’). Aquí le conocimos como Charlot.
Su intérprete sabía de lo que hablaba cuando hablaba de pobreza. Charlie Chaplin nació en Inglaterra en 1889, en un entorno que rozaba la miseria. Existe un cierto misterio acerca de su origen; se baraja hoy día la posibilidad de que naciese en una caravana gitana. Sea lo que fuere, el hecho cierto es que Chaplin vivió una infancia durísima, con un padre alcohólico y una madre artista cuyos problemas de salud mental le llevaron a internarse en distintas residencias. El joven Chaplin vivió entre familias adoptivas y orfanatos, siempre en los suburbios de la ciudad, en los barrios de la farándula.
En el Londres victoriano (y en muchas ciudades de Europa que copiaban ese modelo, como Bilbao), la ciudad estaba dividida en dos partes: el norte, lugar de las clases medias y altas donde reinaba la disciplina y un moralismo que rozaba lo puritano, y el sur de la ciudad, el terreno de las clases bajas, de la juerga y la parranda.
Los fines de semana estos barrios bajos se veían invadidos por personas procedentes de todas las clases sociales, de toda la ciudad y sus aledaños, que se juntaba en sus tugurios para saltarse las normas y dar rienda suelta a la diversión y la explosión de las pasiones. Hoy día el entretenimiento se ha democratizado y está en todas las calles y todos los hogares, pero en aquellos tiempos cualquier persona debía adentrarse en la zona prohibida si quería disfrutar de un simple espectáculo de teatro.
La prostitución y el cabaret, las grandes tabernas y la venta de opio, el music hall y el boxeo: cualquier evento, legal o ilegal, se podía encontrar en estas calles bulliciosas que las clases medias abandonaban después silenciosas, para rescatar lentamente su moral burguesa, esa moral que despreciaba el tipo de vida y el entorno de las clases más bajas de la ciudad. Al menos, hasta el siguiente fin de semana.
Chaplin fue toda su vida, hasta su último día, un hijo del arrabal, pese a que murió en Suiza como un millonario. Su infancia fue traumática, su vida se rompió desde el comienzo, y ya no pudo hablar de otra cosa. Como un Dickens moderno, la pobreza fue el tema principal que quiso contar al mundo, y además lo hizo desde un compromiso social y político con la gente más sencilla, un compromiso que le llevó finalmente al exilio.
Su personaje del vagabundo nació por exigencias del guión, ya que en el segundo cortometraje que protagonizó debía aparecer como un ebrio y cómico mendigo. Pero su experiencia de las calles de Londres le llevó a escoger un atuendo que marcase el contraste: en lugar de vestirse simplemente de forma desharrapada, seleccionó del vestuario una chaqueta, un bombín, una corbata y un bastón. Ropas de supuesta elegancia, mezcladas de forma hilarante. Su experiencia le había enseñado que las personas sin hogar intentaban, aún en medio de su pobreza, conservar la dignidad.
La misma dignidad que supo transmitir en la película de la que celebramos los 100 años. En ‘The Kid‘, el protagonista vive en una pobreza extrema (en una ruinosa chabola que podríamos clasificar como vivienda tipo C en la escala ‘Ethos’ de sinhogarismo). Sobrevive mediante pequeñas estafas, pero al mismo tiempo se comporta con nobleza y pundonor en los pequeños detalles cotidianos al sentarse en una mesa o servirse el té. Este sentido del honor personal se multiplica hasta el infinito en la relación con el chico al que se ve obligado a ‘adoptar’, al que dedica todos sus cuidados pese a las carencias, y con el que reparte lo poco que tiene.
Los temas que trata esta película siguen siendo centrales en nuestra sociedad ultratecnificada: la empatía con la exclusión social, la centralidad de los cuidados, la búsqueda de dignidad en cualquier circunstancia. Temas que pocas veces se han tratado con esa naturalidad en el cine, y que nos permiten emocionarnos como el primer día.
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Esos arrabales de farándula ya no existen. Los cabarets y music-hall fueron cerrando pero se quedaron la prostitución y la droga. La gente de los barrios altos fue dejando de acercarse los fines de semana, y esos suburbios se convirtieron en pequeños mundos cerrados. Los niños que viven en estas barriadas siguen siendo igual de pobres, pero ya no tienen la oportunidad de ganarse unas monedas bailando claqué sobre un tonel y, quién sabe, triunfar después en el mundo del espectáculo.
Los Servicios Sociales han mejorado mucho, y donde antes había bullicio ahora aparecemos legiones de profesionales de la intervención social, con la esperanza de aliviar las situaciones más duras y de acompañar a quienes no pueden salir de túneles oscuros.
Ahora bien, si nos detenemos un momento y aguzamos el oído, podremos escuchar una voz que viene desde el Paraíso del celuloide y las claquetas. La voz de un fantasma en blanco y negro con más de 100 años y un bombín, que nos pide que cuidemos con mucho mimo aquello que nuestros ‘vagabundos’ de hoy en día más anhelan: la dignidad.