A las mujeres occidentales nos cuesta un gran esfuerzo ser madres, pese a que hemos conseguido tener más derechos que los que disfrutaron las nuestras. Hay quien a día de hoy sostiene que ser
madre no es para tanto, pero en este espacio no vamos a hablar de las personas que opinan sobre lo que no conocen. Tenemos cosas más importantes que hacer.
Hoy quiero hablar sobre las madres que han migrado, dejando a sus hijos en el país de origen.
No me atrevo a comentar nada sobre el sufrimiento de estas mujeres, no tengo derecho. Nadie se puede meter en sus zapatos. Aprietan demasiado.
Hoy solamente puedo hablar de lo que siento yo, después de tener una conversación con una mujer
que un día salió de Camerún para poder dar una vida mejor a cuatro niños. Dejándolos allí.
Rogando a su familia que les cuide como si fueran suyos.
Hoy han pasado trece largos años desde aquel día, en el que una mujer de casi cuarenta años parte desde un lugar muy pequeñito de un enorme país hacia Europa, a trabajar. Tres años para llegar a un sitio, otros tres para llegar a otro, una patera y por fin Europa. Tres años más para demostrar arraigo. Un año trabajando en el servicio doméstico hasta la pandemia, que como muchas personas
se queda sin empleo, aterrorizada ante la posibilidad de que no le renueven el permiso de residencia y trabajo por estar en el paro. No entraré en muchos detalles que en este momento no vienen a cuento. Hablaré de nuestra conversación.
Como he dicho antes, trece años después mi amiga se prepara por fin para ir a visitar a sus hijos.
Cuando se marchó el pequeño tenía un año. Mi amiga, que normalmente parece un cascabel, está aterrorizada. Volverá a Camerún durante 15 días, que es el tiempo que le permite Lanbide salir de
vacaciones sin que le corten la ayuda que tanto necesita para vivir y ayudar a su familia. Además acaba de hacer un curso de formación y sueña con que después de las prácticas le ofrezcan un empleo.
Desde hace unas semanas, mi amiga no puede dormir. Trabaja todo lo que puede para conseguir algo de dinero que llevar. “En Africa, las personas no hacen más que pedir dinero, ellos piensan que soy rica y todo cuesta mucho, los colegios y los médicos son muy caros”. Hablamos de muchas cosas, del mal de ojo, de la envidia, del dinero que no tiene. Pero sigue angustiada hasta que rompe a llorar y no consigo entender lo que me dice. Finalmente, habla de sus hijos, de lo poco que los conoce. De pronto me pregunta ¿tú sabes lo dificil que es educar a los hijos por teléfono?
Evidentemente mi respuesta es que no tengo ni idea. Ella no puede dejar de llorar. No conoce a sus hijos y sus hijos no le conocen a ella.
No voy dar todos los detalles sobre esta historia que da para un libro. Entre otras cosas, por dar una pincelada, fallecen las personas que se encargan del cuidado de los niños, estos pasan a casa de un
hermano que a su vez tiene cuatro hijos. Este fallece y mi amiga pasa a tener ocho criaturas a las que proteger desde la distancia. Hay otros familiares menos allegados y los hijos que eran más mayores, ahora adultos, cargan con la ardua tarea de cuidar a los demás.
Resulta extraño, pero entiendo el pánico de esta mujer. Volver durante dos semanas al lugar del que te has marchado con apenas 1,000 euros de ahorro, no es la idea que ella tenía. Se pelea con la
necesidad de abrazar a sus criaturas que ahora ya son mayores y se van a encontrar con una madre idealizada y el miedo que le produce este viaje. Gastada por el esfuerzo y envejecida por los reveses de la salud. Se van a encontrar con una mujer que no conocen y no esperan. Ella, que solo desea abrazar a esos seres que un día salieron de sus entrañas, se pregunta cómo va a volver a dejarlos allí.
No puede quedarse allí, el poco dinero que envía es imprescindible para que ellos tengan lo mínimo indispensable. Su salud ya no es lo que era y el mundo de la sanidad brilla por su ausencia en su
pueblo, sería una carga.
Evitaré hablar de la posibilidad de que esta mujer traiga a sus hijos. Este es otro temazo del que se puede escribir mucho también.
El día de la madre, que es tan divertido y pintoresco para nuestra cultura de consumo y festejos, es para esta y otras mujeres un día muy agrio. Por eso siento la necesidad de revindicar el día de la
madre con hijos en la distancia. El día de la madre transcontinental. Que besa y abraza por teléfono.
Mujeres fuertes, valientes y revosantes de energía, que al sonreir iluminan cualquier lugar en el que se encuentren y que al llorar inhundan el alma de quien las escucha de un inmenso dolor que lo
transforma todo. Madres en mayúscula, privadas de lo mejor que se puede recibir de una hija o un hijo, un abrazo.
A pesar de todo lo que cuento, mi amiga tiene mucha suerte, ella me lo ha dicho. Tenemos más amigas a las que aún les quedan muchos años por delante antes de poder dar ese abrazo a sus vástagos. Las que no han tenido la fortuna de tener una propuesta de empleo, que pese a ser mujeres trabajadoras y maravillosas, no consiguen y puede que no consigan nunca, que alguien tenga la valentía de darles una oportunidad.